13 de marzo de 2014

LA VENGANZA. Inés Cordones.


Cascó un huevo contra el borde del plato y dejó que el contenido se escurriera. La clara colgó de la cáscara sin caerse del todo. Echó mano de otro huevo repitiendo la operación y así media docena de veces más, a continuación mezcló las papas cortadas con los huevos revueltos. Algo de cáscara tendría, pero a papas y huevos no le iba a ganar nadie. ¡Huevos, huevos había que tener para hacer lo que ella estaba haciendo! ¿y de papas..., de Papas también estaba harta! Las hermanitas se estaban pasando con ella; ¿tanta caridad, tanta caridad…, y una mierda! La habían acogido, sí, pero a cambio, como la explotaban..., siempre recordándole que no tenía papeles, que la vida era dura fuera del convento, que siendo mulata como ella y con aquel cuerpo, repleto de exuberancias, sólo podría ganarse la vida pecando, como lo había estado haciendo hasta que escapó de sus carceleros.
Sor Juana, ¿por qué no me hace un contrato? solía preguntar con su peculiar acento sudamericano.
Siempre las mismas respuestas:
Imposible hija mía. No estamos autorizadas. No somos ninguna empresa. Nuestra misión es permanecer en clausura. Debemos rezar por nuestro Santo Padre y las almas impuras. Lástima, que seas ilegal, y no puedas entrar en la Orden–.
La hermana superiora le entregó un papel con las órdenes diarias, al tiempo que le decía:
–¡estás exenta de rezar, pero no de trabajar!
Después de fregar los baños, barrer y fregar el suelo, recoger las camas, hacer la colada, ir al gallinero,  al huerto…” ¡ni que fuera Cenicienta!”. Pensó.
Se encontraba cocinando para las monjas y el capellán que, por ser domingo, acostumbraba a quedarse a  comer tras oficiar misa. “Este también iba a recibir su regalo, y bien que lo merecía. Además de ser cómplice de la esclavitud a que la sometían las monjas, había descubierto que le gustaba disfrutar de la compañía   jóvenes imberbes.
Todo estaba dispuesto, la cáscara junto con el mejunje germinante, secreto transmitido de generación en generación a través de todas las mujeres de su familia, estaba disperso por toda la tortilla. El calor aumentaba sus efectos.


Una de sus tantas madrugadas nostálgicas, años después,  en su nueva casa, escuchó por la radio, el programa que trataba sobre casos misteriosos. Hoy lo titulaban: “El caso de las monjas vírgenes embarazadas, y un cura travestido.”

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